Texto que le dediqué a Darío Xohán Cabana en el homenaje de la Real Academia Galega celebrado en la Fundación Luís Seoane el 23 de marzo de 2023 para conmemorar el Día de la Poesía y que si publicó en la plaquette que lo ilustra, con diseño de Pepe Barro.
No, yo no llegué a conocer a Darío Xohán Cabana. No tuve contacto con él más que a través de su literatura, original o traducida, y de los profundos y esclarecedores artículos, apasionados y no exentos de humor (negro y amargo, a veces y con motivo), sobre traducción (y no solo) que un buen amigo y colega me descubrió. En uno de ellos, publicado en 1990 en el número 1 de A trabe de ouro, quizá con las primaveras mil de Cunqueiro en la mente, solicitaba apoyo institucional para la «modesta» propuesta de traducir mil libros a gallego. Se refería en concreto a los clásicos del universo mundo. Me imagino yo, desde esta insignificancia humana, que por lo pronto circunscritos al planeta Tierra y, si un día nos vienen a salvar los marcianos, visto que entre nosotros solo sabemos destruirnos, siempre se podría abrir el abanico. Rescató ese artículo para el volumen A música das palabras. De lingua e literatura, publicado por Edicións Xerais de Galicia el pasado año, junto a otras raras reflexiones sobre el oficio, término, si bien más discreto que el de profesión, no menos digno, y en el que coincido con él para definir la labor que ambos, tautológicamente, amamos tanto como respectamos. En esta edición, en nota al pie, tilda el texto de panfleto e ingenuo, lo que considero injusto, dado el hecho científico incontestable de que todos hemos sido más jóvenes de lo que somos y unos pocos elegidos más ilusos. Pese al silencio administrativo con el que lo obsequiaron, me consuela saber que la lengua, si bien enferma y amenazada por la eutanasia activa y persistente a la que la quiere someter cuanto desgobierno nos sale de las urnas, sigue respirando y sin ningunas ganas de morir, y cuanto más me la pisotean más patalea. Retomando el hilo, en dicha nota Cabana señalaba que, si se hubiera puesto en marcha entonces el proyecto, nos habría costado una pequeña parte de lo que nos ha costado (y cuesta) la Ciudad de la Cultura. De paso, añado, habría constribuido a llenar algunos vacíos intelectuales de los que allí no andan escasos.
Hablando de llenar estanterías (¿o no hablaba de estanterías?), un editor, también iluso, confiaba en que algún día en nuestras librarías, para favorecer su visibilidad, las obras traducidas a gallego estuvieran junto a sus compañeras a castellano y no en ese totum revolutum o batiburrillo, dicho en romance, que en la mayoría se relega a rincón recóndito bajo el rótulo de «GALEGO» junto a otro que reza, un suponer: «AUTOAYUDA». Lo que no se ve o se toca ni viene demostrado por la física cuántica no existe. Así, si un cliente fuera en busca de, pongamos por caso, la Divina Comedia descubriría (si tuviera la fortuna de tropezar con uno de los codiciados ejemplares) que, aparte de la amplia oferta en castellano, hay una excelsa versión en esta pobre lengua que solo sirve para parlotear con las gallinas y, comparando, comparando, como en el súper ante la sección de detergentes, que están todos juntos y no clasificados por colores o por el lugar de procedencia con las conservas, los frutos secos y las nabizas, si el cliente, digo, se pusiera las gafas de cerca y leyera la etiqueta, descubriría que al final ni las gallinas son tan tontas como se las quiere hacer ni todos los detergentes tan biodegradables. Servidora no dudaría. Seguro que, si no anda abstraído en aprender el habla de los ángeles y me escucha, Darío concordará en esto.
La articulación del pensamiento de quien lee en gallego (o ve audiovisuales en gallego), vertido bien por vía oral, escrita o intravenosa, sería más rica y crítica si tuviera al alcance traducciones de calidad, con un vocabulario amplio y elegido con precisión, con una sintaxis propia y no deturpada por las dos lenguas que más nos avasallan hoy. Puntualizo: un texto no es más gallego por ser un cúmulo de vocablos castizos sino por el esmero con el que acoge la esencia de su sintaxis particular, sin dejar por ello, si es traducido, de imitar el estilo que el autor del original haya querido imponerle y no imponiéndole el autor de la traducción el propio, si es que lo tiene. Luego, si quien lee traducciones de calidad en nuestra lengua además escribe literatura (¿o debería decir si quien escribe en nuestra lengua lee además traducciones de calidad?), ¡mejor que mejor!, pues nutrirá el espíritu propio y el ajeno. Darío, estoy segura, concordaría también en esto. Porque cuando leo estos artículos suyos siento discurrir el pensamiento como un eco del suyo.
En el mismo volumen incluye «Digresións sobre tradución literaria e literatura nacional», de 2002. En él afirma que «las traducciones hechas por escritores de creación son, en principio, las más deseables». Ese «en principio» no está ahí ni por acaso ni para sumar caracteres ni para romperme a mí la crisma, y más adelante lo explica. Sirva ahora, rodeada como estoy de poetas, para que se me perdone la osadía y la temeridad de traducir literatura (o audiovisuales, que requieren más arte de la que tantos creen) sin tener yo de poeta ni ceniza ni sombra. Lo que sí hace falta, aparte de escuchar a quienes hablaron y conservaron la lengua antes que nosotros, es leer literatura traducida u original de calidad e impregnarse de ella para que el resultado sea de idéntica belleza. Eso es justo lo que más adelante concreta: «hay que trabajar la palabra; hay que ser escritor, de creación o no, hay que dominar la prosa y el verso […] hay que dominar la lengua, los recursos de la lengua de destino».
Darío desgrana en A música das palabras muchos otros aspectos sobre traducción que no tienen desperdicio: no encontraréis ahí huevos hueros. Le receto su lectura en dosis que conviene rumiar despacio a cualquier traductor, aspirante o consagrado, a cualquier lector que tenga interés por vislumbrar qué es o debería ser este oficio. Todo cuanto dice lo suscribo. No es cosa de que siga aquí toda la noche, durmiendo hasta a las ovejas. Un único apunte más y os dejo ir en paz.
Se dice en los versos uno a nueve del Canto segundo del «Infierno» de la Divina comedia de Dante Alighieri y Darío Xohán Cabana:
Xa remataba o día, e xa quitaba
a escuridade os animais da terra
dos seus afáns; e eu só me aparellaba,
senlleiro e un, para soportar a guerra
tanto da vía como da piedade
que ha de contar a mente que non erra.
Ouh alto enxeño, ouh musas, axudade;
ouh mente que escribiches o que vías,
aquí verase a túa calidade.
En estos años de dedicación en exclusiva a la traducción de literatura fueron incontables las ocasiones en las que he tomado y tomaré ―espero, sanidad pública gratuita y universal mediante― prestados fragmentos de la Divina Comedia de Darío Xohán Cabana, siendo como es uno de los textos más citados en las palabras dadas que las editoriales me confían. Cuanto más la consulto, más aumenta mi admiración por el dominio y el arte con los que él desempeñó el oficio que compartimos. «Solo los ignorantes pueden pensar aún que traducir es sencillo, que basta con entender el idioma del que se traduce», dice el maestro en el artículo que cité al inicio, y pienso yo si, cuando se zambulló en estos versos del señor don Dante, no se le figuraría como a mí que quien está ahí es el traductor que arrostra los obstáculos divinamente infernales que se le presentan en los caminos inescrutables de cada libro. Por suerte, es esa la trocha escabrosa que conduce al Paraíso.